#Opinión – Pablo Sigüenza.

Hace pocos días se reprodujo en redes sociales un video en el que se observa a un grupo de manifestantes chilenos derribar la estatua de Pedro de Valdivia en la ciudad de Concepción, en la costa central de Chile. La ciudad fue fundada en 1550 después de la invasión española a esa región, liderada por de Valdivia. El nombre completo que se le dio a la ciudad es Concepción de María Purísima del Nuevo Extremo. De Valdivia nación en Extremadura, España, y de allí se deriva el nombre de la ciudad creada por el invasor. La invasión de los territorios de Abya Yala, hoy llamada América, fue un acto de violencia extrema, genocidio, violaciones sexuales, robo y saqueo. Es un proceso que tiene continuidad en nuestros días y lo siguen sufriendo los pueblos y comunidades que viven en los territorios en donde existe riqueza en minerales y donde se explota el trabajo campesino en extensas plantaciones de monocultivos.

La invasión genocida de España a nuestro continente también implicó la imposición de leyes, religión, imaginarios y símbolos. Los símbolos juegan un papel fundamental en los procesos políticos. Las élites utilizan símbolos para legitimar su poder y conservarlo en perjuicio del resto de la población. Por eso la construcción de estatuas, de monumentos, la creación de símbolos patrios, la difusión de marcas institucionales y comerciales. La estatua de Pedro de Valdivia, en la plaza de la Independencia en Concepción, tenía ese sentido: ubicar la invasión española como algo para enaltecer, legitimando la supremacía europea sobre estos territorios. Por eso las imágenes de la gente botando la estatua al suelo y luego destruyéndola implica derribar también esos imaginarios impuestos. De Valdivia no fue un héroe, fue un ladrón, un usurpador y un genocida, al igual que Cortés en México, Pizarro en El Perú, Pedro de Alvarado en Ixim Ulew. Chile vive, desde hace más de un mes, multitudinarias protestas en contra de un sistema económico injusto delineado por un neoliberalismo que generó grandes desigualdades e injusticias y que reprime con saña las protestas. Los chilenos y chilenas que se manifiestan en las calles de forma organizada exigen que se modifique sustancialmente el rumbo por el que se conduce el país. Demandan derogar la Constitución que se creó durante la dictadura de Augusto Pinochet, uno de los personajes más nefastos del siglo XX en América Latina. No más Pedro De Valdivia, no más Pinochet. Abajo los personajes violentos como símbolo nacional.

Lo que piensa la población, las ideas que conducen la actividad diaria de la gente, están determinadas por los imaginarios que distintos grupos sociales tratan de difundir en la sociedad. Los imaginarios sociales son un espacio de lucha social, una arena de disputa. Los sectores de poder, económico y político, cuentan con muchos artefactos para imponer sus ideas sobre el resto de la población: tienen a su favor la propiedad de los medios masivos de comunicación; ejercen su influencia en la elaboración y aprobación de la leyes, sobornando y comprando a los legisladores; son los que deciden el contenido de los planes de estudio y los cursos del sistema nacional de educación, es decir, en las escuelas e institutos se enseña lo que ellos quieren, lo que a ellos les conviene, y utilizan a las iglesias fundamentalistas para fortalecer sus planes políticos. Esto último se hace evidente en el golpe de Estado producido hace pocos días contra el gobierno del presidente Evo Morales en Bolivia. La ilegítima y autoproclamada presidenta, sostenida por la facción golpista del ejército boliviano y por la oligarquía que quiere privatizar de nuevo los recursos energéticos del país andino, utiliza el símbolo de la biblia para legitimar el golpe de Estado y el retorno de los vendepatrias al gobierno de Bolivia. Se queman las banderas whipala de siete colores, que representan a diversos grupos indígenas de la región andina, en las plazas a manos de grupos paramilitares y fuerzas represivas de seguridad del gobierno usurpador. De nuevo se imponen símbolos y se destruyen otros como forma de legitimar el poder. Una situación similar sucedió en Guatemala cuando el gobierno del procesado por corrupción, Otto Pérez Molina, en su segundo día de mandato, retiró del Palacio Nacional la bandera de los pueblos mayas que había sido colocada junto a la azul y blanco por el gobierno anterior.

En Guatemala tenemos símbolos impuestos que también nos oprimen y su intención es hacernos creer a la población, que todo marcha bien, que es bueno aguantar la corrupción, las desigualdades sociales, los abusos del poder, todo para mantener la unidad nacional y decir que el país avanza. Los grandes empresarios oligarcas usan, por ejemplo, los símbolos patrios, la religión manipulada o la afición al fútbol, para mantener la pasividad de las clases subalternas. Acá, en el país, la población no se moviliza porque prefiere cantar un himno nacional, plagado de mentiras, que luchar por la dignidad humana, propia y la del prójimo. Es hora de botar imaginarios, construir otros símbolos y acabar con los privilegios de las élites que tienen al país en la ruina.