Por: Juan Pablo Muñoz, CEPPAS.

Aunque parezca obvio, hay que iniciar diciendo que la corrupción y la impunidad son dos fenómenos distintos que bien vale la pena conceptualizar por separado, aunque pensando en todo momento en el caso guatemalteco. Sin embargo, en la práctica una no se entiende sin la otra, pues ambas son herramientas cuyo sentido es sostener un modelo político, económico y social orientado a la defensa de los privilegios de una minoría. Por lo anterior, los actores que destacan en cada fenómeno son generalmente los mismos.

Por una parte, la corrupción es el conjunto de reglas objetivas y subjetivas que posibilitan tanto el ascenso social como la acumulación de capital. Son reglas aceptadas tanto por los corruptos como por los corruptores, pues no se está en la capacidad ni en la voluntad de que las riquezas se construyan bajo parámetros básicos de fiscalización y, por ende, susceptible de pagar impuestos y de someterse a las reglas modernas de la competencia.

Por otra parte, la impunidad es un atributo estructural del accionar de los actores poderosos ya que sostiene la amplia plataforma de hechos de violencia sobre los cuales se ha gobernado el país. Implica que en la formalidad existe institucionalidad para castigar los delitos, códigos y procedimientos, pero que estos son inutilizados a propósito. Se quiere que estén, se presume que existen, se les alaba, siempre y cuando no funcionen para los gobernantes (de la política o de la economía).

Como una trenza, la corrupción, la impunidad y, agreguemos, la violencia, han venido tejiendo el amplio espectro de las relaciones de dominación imperantes en Guatemala por lo menos desde hace cinco siglos. Sin embargo, para no introducirnos en un debate tan amplio, podemos centrarnos en la década de 1960, cuando se fundó el Estado constrainsurgente en Guatemala. En 1963, los militares guatemaltecos, con la venia de los empresarios del país, se convirtieron en los rectores de la política nacional y desarrollaron un plan tendente a eliminar a la subversión y en general a cualquier amenaza al statu quo de las élites dominantes (a las cuales quisieron ingresar como condición de liderar dicho proceso).

Para acabar con la amenaza, real o no (ese es otro debate), menospreciaron completamente la vía de la institucionalidad y de la legalidad. Generaron todas las condiciones para que aunque siguieran existiendo tribunales, catálogos de delitos, etc. la guerra se desarrollara por los senderos de la oscuridad que requieren la ejecución extrajudicial, la desaparición forzada, la violencia sexual sistemática y el genocidio.

El resultado de este menosprecio a jueces y magistrados pero a la vez la aceptación de que siguieran existiendo es que se volvieron inútiles. Inútiles para castigar de delitos cometidos por ciertas personas y ello fue la gran matriz que engendró la corrupción tal y como hoy la conocemos. Al saberse inmunes, políticos, empresarios y militares generaron estructuras de criminales que promovían tanto la corrupción como la impunidad en un círculo vicioso que 50 años después todavía se sostiene.

Como vemos, el uso extremo de la violencia para preservar un sistema económico de privilegios para una minoría necesito de una garantía de impunidad en el marco de una república de fachada. Y sobre este desprecio a la ley es que se montó la corrupción. Ciertamente, políticos y empresarios perfeccionaron el modelo militar de “existen leyes pero mejor hagámoslo en forma efectiva”.

Como suficientemente se ha discutido, el Estado de Guatemala no es un estado fallido sino uno fallado. Intencionalmente fallado. Por ello puede presentar ante una minoría de su población y ante la comunidad internacional resultados, aunque para la mayoría no obtenga la apariencia más que de soldados (y a veces ni estos, como ocurre en el oriente del país, en el norte y en la frontera occidental, donde el narcotráfico prácticamente campea a la libre).

Casos como La Línea, destapado por la CICIG en 2015 es solamente una muestra de lo que acá se ha venido diciendo. Estructuras de corrupción que surgen durante el conflicto armado interno y que se trasmutan y adaptan a las circunstancias actuales para defraudar al fisco, posibilitando las relaciones mercantiles en una forma que es aceptada por todos los actores. De allí que nombres como Ortega Menaldo, padre de la inteligencia militar, esté vinculado a sus inicios y que actualmente siga gozando del privilegio de la impunidad.

Lo mismo puede decirse de los grandes empresarios guatemaltecos. Un caso sintomático es de los azucareros, quienes mandaron a asesinar a todos los dirigentes sindicales durante 1980 y que hoy por hoy sostienen su rama de la agroindustria sin la menor posibilidad de que el Estado los controle. Son, pues, de hecho, un Estado paralelo. Ni auditorías fiscales ni supervisores laborales han podido penetrar ese emporio del azúcar. Y además, cuentan con sus propios servicios de seguridad privada, brindados por ex militares de los más recalcitrantes del siglo pasado.

Finalmente, es conveniente apuntar una última reflexión. Actualmente se está librando una lucha importante contra la corrupción y contra la impunidad. Gracias a ello se han evidenciado muchos de los aspectos que anteriormente mencionamos. Sin embargo, dicho esfuerzo es insuficiente por la sencilla razón de que el país no está atacando a la vez y con más fuerza el esquema que reproduce la violencia (la cual necesita la impunidad y se gestiona a través de la corrupción), esto es la desigualdad social.

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