José Efraín Ordóñez, de Totonicapán, relata su experiencia: al intentar llegar a Estados Unidos lo abandonó el coyote en pleno desierto. Caminó día y noche sin rumbo fijo.

Por Pedro Fernando Hernández.

–¿Por qué decidió migrar a Estados Unidos?
–Para buscar la superación personal y la de mi familia.

–¿Cómo organizó el viaje?
–Lo primero fue buscar cómo financiarlo. Nadie le dona a uno dinero, así que lo presté. Después, busqué a alguien que me llevara con uno de esos famosos “coyotes”. Hablé con él y me aseguró que el viaje era seguro. Pero no, no lo es.

–¿Estaba de acuerdo su familia con dejarlo emigrar por un tiempo a ese país?
–No al 100 por ciento. Quizá en 80 por ciento. Eso sí, entendieron que se hizo por necesidad, porque nuestra situación económica es un fracaso. Les preocupaban muchos los riesgos.

–¿Qué fue lo más duro para usted cuando hizo el trayecto?
–Todo, pero entrar a México fue muy duro. Nos llevaban acostados en un picop (“la troka”) y quienes lo trasladan a uno no respetan túmulos ni nada. Y se empieza a sufrir. Padecimos hambre porque nos dijeron que nos alimentarían, pero no es cierto. También teníamos miedo de que nos capturaran los agentes de migración. Recorrimos caminos difíciles, en orillas de grandes barrancos. Para cruzar el río Bravo no nos llevaron ni en lancha ni en canoa, sino en unas embarcaciones que hay que llenar de aire con inflador de bicicleta. Y a bordo no íbamos ni cinco ni seis, sino hasta 20 personas y tuvimos temor de hundirnos.

–¿Cómo fue pasar la frontera con Estados Unidos?
–Eso fue lo más difícil. No se puede caminar como uno quiere, sino como se puede. Pasamos por un sitio en donde el aire es tan fuerte que puede botarlo a uno. Toda la noche caminamos entre matorrales y cerros. Uno no puede dormir por el frío. No teníamos chamarras ni árboles debajo de los cuales descansar. El guía en un momento nos dijo, como a la una de la mañana, que ya no íbamos a sentir los pies. Era cierto. También, si uno se acuesta boca abajo ahí se queda. El frío mata. Y el hambre. Sólo nos daban tortilla tiesa y muy poca agua.

–¿Cómo logró sobrevivir en el desierto?
–Pensaba que, a pesar de que me dolían mucho los tobillos, tenía que echarle ganas. Me arrastré entre los cerros, pero ya en Estados Unidos el guía me dejó solo, porque me dijo que prefería perder a uno que a 15. Mis compañeros se fueron llorando. Pensaban que cualquier animal me podía comer. Yo me encomendé a Dios y me quedé sentado toda la noche. Ya ni entendía si tenía miedo o no. Cuando amaneció, empecé a buscar brechas en el camino. Me encontré un río y pensé que tenía que pasar cerca de un pueblo. Caminé una hora pero este desapareció. Se había secado. Solo había arena.

–¿Qué hizo después?
–Ahí donde el río estaba seco encontré dos caminos. Le pedí a Dios que me indicara cuál tomar. Caminé todo el día, me encontré dos casas pero de ninguna salió nadie para ayudarme, solo unos perros bulldogs, a los que pedí que no me hicieran nada, porque no era ningún ladrón sino una persona que buscaba refugio. Me ladraron, pero nada más. Seguí caminando toda la noche, con hambre, sed y cansancio. Atravesé alambre espigado de un metro de alto. No me explico cómo. Ni la ropa se me reventó. Iba con un bastón y una mochila cargada. Tomé un poco de avena con agua y me dormí. Soñé que me encontraba con unos niños que iban en un carrito y yo les pedía que me llevaran, que yo tenía pesos que me habían dado mis compañeros. Y entonces me desperté. Seguí caminando. Me encontré en medio del desierto con un tambo que creía que tenía agua. Pero era tíner. Me habían dicho que tenía que oler todos los tambos que me encontrara.

–¿En qué momento encontró ayuda?
–Llegué a un pueblo donde había carros de último modelo. Un hombre me habló en inglés y yo con mímica le pedí ayuda. Me llevó agua pura bien cristalina en un pachón. Tomé, me lavé la cara, las manos y hasta medio me peiné. Me dio comida, me dijo que vitaminada para recuperar las fuerzas y le pedí trabajo o transporte para Houston, él me dijo que estaba lejos. Su esposa salió y le dijo que lo mejorar era regresarme a mi casa. En cuestión de cinco minutos llegó la gente de migración.

–¿Después lo deportaron?
–En ese momento me recogió una señora que hablaba español que me echó muchos ánimos. Estuve en dos cárceles en las que nos daban de comer muy poco. Llegué al centro de detención de Chaparral, Nuevo México, donde la comida era mucho mejor, pero se pasa frío porque el aire acondicionado está muy bajo. En otra cárcel me encontré con un grupo de señoras de Quiché que no hablaban español y que intentaron cruzar para reunirse con sus esposos. Al parecer ellas sí lograron quedarse. Pero a mí me mandaron de regreso.

–¿Cuánto le costó su viaje?
–Tuve que dejar Q50 mil. Uno tiene que llevar algo también para el camino por que no alcanza lo que nos dan los guías.

–¿Cuál es su recomendación para quienes quieren emigrar a los Estados Unidos?
–No puedo decirles que no se vayan porque uno busca el desarrollo personal. Mi recomendación es que se pongan en las manos de Dios y estén dispuestos de ir a vivir o a morir. También es importante obedecer al guía. Si yo no lo hubiera hecho, seguro hubiera entrado más en el desierto y de este no hay forma ya de salir.

“Esta nota es producto del Diplomado “Periodismo y Desigualdades” impartido por Laboratorio de Medios, S.A. a comunicadores y periodistas de la Federación Guatemalteca de Escuelas Radiofónicas, bajo financiamiento de Oxfam en Guatemala. El contenido es exclusiva responsabilidad de su autor”.