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#Opinión – Pablo Sigüenza Ramírez.


Terminando la segunda década del siglo XXI, los sectores de poder económico usan un discurso público en el que niegan la importancia de la tenencia y propiedad de la tierra, conceptualizan una vida rural desagrarizada y empujan un imaginario que pretende volvernos, a todos, ciudadanos urbanos habitando casas de condominio, y en el peor de los casos, covachas en las laderas de los barrancos alrededor de Ciudad de Guatemala. Dicen que la tierra ya no es importante para la vida social y económica en el país, pero mantienen la estructura de tenencia de la tierra sin modificaciones democráticas. Llaman de forma equivocada y malintencionada, invasores, a todo grupo de población que busque tierra para producir y reproducir su vida.

Yo dejé de creer en el discurso nacionalista hace tiempo. Dicen los sectores de poder y sus medios masivos de comunicación (la televisión, la radio, las redes sociales, los medios impresos y por supuesto el sistema educativo) que todos somos guatemaltecos, pero los recursos, en estos territorios, tiene dueño privado y no se comparten.

Por ejemplo, el agua de los ríos la disfruta aquel que puede invertir en presas, diques y canales, en ingenieros, trabajadores y maquinaria para secuestrar el agua. El Nahualate, el Madre Vieja, el Coyolate y muchos otros ríos están secuestrados para riego de monocultivos extensivos: palma, caña de azúcar, banano. Guatemala es de todos, claro, pero no sus ríos. Lo mismo pasa con la tierra. La lógica es de lo más sencilla: si este es el país de todos, la tierra es de todos. Hay que hacer que el discurso que llama a la identidad nacional encuentre asidero en la realidad de derechos para todos y no solo para los pudientes, el nacionalismo como sistema de ideas y sentimientos es una farsa. El tema de la tierra es tan importante, que uno de los acuerdos de paz lleva por título Acuerdo sobre aspectos socioeconómicos y situación agraria. El sector terrateniente que usa la tierra como base para su diversificación productiva y de acumulación se ha negado por décadas a abordar el tema agrario en el diálogo social. Hoy, esto que llaman Guatemala, no es más que un fracaso de país.

Ante este panorama, la realización, el recién pasado veinte de octubre, del Congreso Nacional Agrario es una llama que alumbra y aviva un debate público necesario. Proceso que implicó reuniones previas, consultas comunitarias regionales, preparación de materiales, análisis, formulación de propuestas y un foro deliberativo realizado en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Con las discusiones producidas se confirma lo que por muchos años se ha demandado desde los sectores rurales: un Código Agrario que regulé el tema, la reforma a leyes hechas a la mediad del sector terrateniente, una evaluación social a la institucionalidad agraria actual y el alto a la criminalización de las legítimas demandas del movimiento campesino.

Esa idea de que el país es de todos, hay que ponerla en duda, mientras no se democratice el uso de la tierra y el beneficio material, social y espiritual que de su trabajo se obtiene. Acá todos somos hijos e hijas de la tierra canta de forma hermosa la cantante Sara Curruchich; Aj Ral Ch’och’ dicen allá por las Verapaces.