FOTO: Santiago Albert.

Vamos abuelita, vamos por acá tenga cuidado, no se vaya a caer. Venga, con cuidado, cuénteme ¿Qué pasó con su hijo?

Usté dirá ¿y este Chairo qué onda?, pue resulta que me eché una platicada con la abuelita (es mi vecina pero así le digo de cariño), me contó como a uno de sus hijos lo desaparecieron durante la guerra en el país. Ella recuerda muy bien el día que se lo llevaron… cómo iba vestido, sabe a dónde iba, qué hacía. Lo buscó por mucho tiempo, fue a la policía, a los bomberos, a los hospitales, a la morgue, pero nunca lo encontró. Hoy quiso contarme cómo esa mañana de noviembre, él le dijo: “Mamá nos vemos en la noche…” ella todavía alcanzó a decirle: “Mijo llevá suéter”. Fue lo último que le pudo decir, luego de ese momento, nunca más lo volvió a ver.

Me contó que en su mente guarda, como que fuera foto, la imagen de cómo salió vestido: llevaba camisa de cuadros, pantalón de lona azúl, botas, llevaba una mochila con sus libros y cuadernos. Lo bendijo desde la cocina, su día transcurrió normal. Mientras, a unas calles más adelante, sus secuestradores le esperaban a su hijo, se lo llevaron las fuerzas que odian la vida. Han pasado cuarenta años y en la fecha de su cumpleaños ella le habla al viento para que las palabras le lleguen a donde quiera que esté, lo felicita, le dice cuánto lo ama. Entre sus momentos de debilidad, lo menciona y lo llama, por instantes, la esperanza le hace olvidar que se lo llevaron y nunca volvió, en su corazón late el deseo de que esté vivo, en algún lugar con su familia, acompañado de sus hijos y espera la llegada de sus nietos… Quizá él nunca quiso que ella supiera que la familia creció, aún guarda la la esperanza de volver a ver el brillo de sus ojos, abrazarlo y decirle que, pese a todos los años que ha pasado en soledad, aún lo ama.

Le cuento todo esto porque esta historia, es la de 45 mil personas en Guatemala, lo lamentable es que unas cinco mil de estas personas eran niñas y niños. Este número, frío y mal… esta cifra, no es solo una estadística. Se trata de seres humanos que el Estado ha convertido en una simple cifra, cuando debe ser una prioridad para promover políticas públicas que desarrollen procesos de búsqueda para su pronta localización y dignificación.

Dígame Chairo y todo lo que se le ocurra, lo que no me podrá decir es “insensible” o “indiferente”. Pero esto parece una novela de terror, de esas que se inventan las empresas productoras de cine. Pero NO, esto se trata de la historia de este territorio que llamamos Guatemala, los desaparecidos y desaparecidas están ahí, en algún sitio estoy seguro, les buscamos a diario, incansablemente y con la esperanza a flor de piel. Hay gente buena onda que ayuda, este es el caso de las personas que trabajan con la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG), el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), la Liga Guatemalteca de Higiene Mental (LGHM), el Grupo de Apoyo Mutuo (GAM), la Asociación Dónde Están las Niñas y los Niños (ADEN), entre otras. Estos esfuerzos incondicionales nos acompañan y nos da la convicción de que NO descansaremos en la búsqueda, porque el corazón y la memoria están presentes, el corazón no está completo, lleva un vacío que durante años espera encontrar esa pieza que le hace falta para latir a plenitud.

Miré pues, le voy a compartir otra historia, póngale cuidado que puede ser la de su hijo, su hermano, o la de cualquier ser querido. Estoy seguro que esta historia se repitió muchas veces más a raíz de la época del Conflicto Armado Interno (CAI).

Las camionetas

Iba de camino por mi cuadra, como todos los días a tomar la camioneta rumbo a mis actividades diarias, pero algo me detuvo por un instante a ver a las personas que corrían, vi en sus caras la angustia, tristeza, cansancio, desolación al ver el reloj, de saber que posiblemente llegarán tarde a sus trabajos. Era una mañana fría de noviembre, así suele ser el clima durante este mes en esta parte del mundo. Se cumplían ocho meses desde que el Buen Cristiano tomara el poder a través de un golpe de Estado.

Lo tengo presente porque era un 23 de noviembre, subí a la camioneta que me llevaría al trabajo, después me iría a hacer unos mandados que tenía pendientes de un día anterior, que no quise o no pude hacer, no tengo la certeza de que haya sido. No sé porqué razón, decidí no ir a trabajar, me fui a la Universidad de San Carlos, estaba fría esa mañana del año 1982, cuando llegué recuerdo que por aquel lugar de la ciudad había una especie de niebla, que hacía del ambiente un lugar triste, no sé si era por lo que se vendría después o porque el mes de noviembre es un poco melancólico.

Llegué a la escuela donde estudiaba, me reuní con algunos compañeros, se asombraron de verme, sobre todo, por lo temprano que era, sabían que tenía que ir a trabajar… Cuando preguntaron por qué no había ido, solo hice un gesto de indiferencia, como quien rechaza la idea de tener que trabajar ese día, solo me vieron y se rieron, porque yo les dije que después diría que había amanecido enfermo. Siguieron con su plática, luego de que toda la atención estuviera conmigo, hablaban de una “acción”, sabía que la Asociación quería hacer propaganda política, y denunciar las violaciones de derechos humanos que hacía el Glorioso a mando del “General Ríos”.

Me gustaba la idea, era demasiado lo que ese chafa hacía y era necesario tomar una postura, di un par de ideas, y pasé a retirarme. No me sentía bien en ningún lugar, tenía una sensación extraña, además de las acciones los compañeros hablaban de tener cuidado porque la cosa estaba fregada, ya habían desaparecido a compañeras y compañeros. Pero la lucha no era para quienes nos fuéramos a rajar, estábamos asustados, pero ese miedo nos hacía continuar convencidos de que si caemos en la lucha, el esfuerzo no sería en vano.

Volví a tomar una camioneta al salir de la Universidad, me había convencido de ir a trabajar e iba a presentar una excusa absurda, de enfermedad o de la primera babosada que se me ocurriera. La cosa es que me iba a presentar a trabajar, pero en eso, recordé lo monótono del trabajo y decidí no ir…

Así que pensaba regresar a casa, y decir que me había regresado porque no me sentía bien, así que la excusa iba a ser la misma para los dos lugares, las mentiras tenían que coincidir, no sé porqué me preocupaba tanto, bueno en casa podría encontrar paz y tranquilidad. Ya tenía que bajarme de la camioneta nuevamente, así que volví a tomar otra ruta, aún indeciso de a dónde ir… Pero en eso sentí que alguien me veía y era efectivamente una chica linda, con unos ojos verdes hermosos, le sonreí y ella conmigo. Eso no pasó a más, me ganó la timidez.

Pronto se me olvidó, tomé otra ruta que me llevara lejos, cuando subí todo bien, seguía sumergido en mis propios pensamientos, cuando un señor de unos 50 años aproximadamente, moreno y algo chaparro, se sentó a la par mía como si no hubiese más lugares pensé…

Era un poco gracioso su aspecto, hasta que comenzó a hablar, fue cuando me dijo: -Así que la Universidad está en contra del orden social-, lo voltee a ver y no le dije nada, pero me dijo: -A vos te hablo-, seguí ignorándolo, de repente me susurró al oído, en tu trabajo no saben de tu seudónimo, ignoraba todo lo que decía, con que te haces llamar: “Juan”, un nombre común pero de indio.
Eso me hizo que empezara a odiar al chafa de mierda, pero no le presté atención y simulé no escucharlo, me llamó por mi apodo de Huelga, entonces comprendí la razón que había detrás del chafa sentado a mi lado derecho. Me volvió a susurrar, – cuando esta mierda se detenga, vas a bajar y caminar, delante de mí y no se te ocurra correr o decir algo, porque soy capaz de dejarte sentado, comunista de mierda-.

Lo miré y sonreí, su rostro se desdibujó y me quiso romper a plomazos, pero esas no eran sus órdenes, al final los militares son como perros que hay que ordenarles que hacer y qué no hacer, nada más. No sentí miedo, creo que por eso la mañana era fría, noviembre es triste, sabía que nunca más volvería a aparecer, no habría mañana para mí, para explicar, porque nunca más fui a trabajar, porque no regresé a casa, con mamá, papá, mis hermanos y mi perro.

Nunca más volvería a ver a mis compañeras, compañeros, amigas y amigos, todo había terminado, al bajar de aquella camioneta de ese noviembre del 82, lo último que recuerdo fue un golpe en la cabeza… golpes, torturas, insultos, hasta que dejé de sentir el molesto cuerpo.

Han pasado ya más de 30 años, la guerra finalizó, nadie ganó, todos perdimos, mi familia sigue a la espera de mi llegada, mi cuerpo, en alguna fosa, en algún río, en algún volcán, ha de estar lo último de mi cuerpo, pero mis ideas y mi esencia sigue viva en las personas que me conocieron, quienes me amaron y alguna vez pude ayudar.

En eso se resume mi vida, lo que alguna vez fui… Solo espero que mis seres amados puedan perdonarme ese dolor, pero la vida no era justa y sigue sin serlo, pero aquellas camionetas fueron testigos de quienes fueron los culpables, los mismos de siempre que hicieron lo de siempre. Para lo que fueron entrenados y lo único que saben hacer: Desaparecer, matar, torturar a quien ama la vida y a la humanidad…

Esta historia me la contó alguien que perdió a un familiar, la camioneta se lo llevó y nunca regresó, esta historia se repite una y otra vez. Unas 45 mil veces más.

Los que mueren por amor no tendrán olvido…
Chairo